LOS LÍMITES DEL LENGUAJE EN LA FRONTERA DEL PENSAMIENTO CRÍTICO


Ludwig Wittgenstein, uno de los pensadores más agudos del siglo XX, sostenía que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Esta afirmación, en apariencia abstracta, tiene implicaciones profundas en el ámbito de la educación, la cultura y el pensamiento crítico. Si no tenemos palabras para nombrar lo que sentimos, lo que observamos o lo que pensamos, simplemente no podemos comprenderlo ni compartirlo.

El lenguaje no es una simple herramienta de comunicación. Es el instrumento fundamental con el cual organizamos nuestro pensamiento, interpretamos el mundo y construimos conocimientos. Ampliar el vocabulario no es un lujo académico; es una necesidad intelectual.

Sin embargo, la educación del siglo XXI parece haber olvidado esta verdad esencial. La simplificación del lenguaje, especialmente entre las nuevas generaciones, es alarmante. Cada vez se utilizan menos palabras para expresar ideas, y esas pocas palabras están plagadas de modismos, muletillas o expresiones vacías. El resultado es un pensamiento cada vez más pobre, más limitado, más predecible.

No se trata de un fenómeno aislado. La reducción del lenguaje viene acompañada por una renuncia a la complejidad. Las narraciones profundas, los textos extensos, las ideas entrelazadas están siendo reemplazadas por frases cortas, contenidos fugaces, pensamientos fragmentados e historietas. En lugar de generar comprensión, se generan conclusiones apresuradas sin razonamiento previo.

Esta tendencia no es accidental. El sistema educativo, tanto en nuestro país como en muchas partes del mundo, ha dejado de priorizar la formación del pensamiento crítico. Se enseña a repetir, obedecer, ejecutar, pero no a cuestionar, analizar o a proponer. Se privilegia lo técnico sobre lo reflexivo, lo práctico sobre lo ético.

El abandono del lenguaje como herramienta de reflexión es uno de los síntomas más graves de esta crisis educativa. Si no se enseña a hablar bien, no se enseña a pensar bien. Si no se enseña a escribir, no se enseña a estructurar una idea. La pobreza lingüística se convierte rápidamente en pobreza intelectual.

En las aulas, los docentes enfrentan una lucha constante contra la inmediatez. Los estudiantes están acostumbrados a respuestas rápidas, a contenidos simplificados, a imágenes en lugar de ideas. Leer un libro completo parece una hazaña, escribir una página con coherencia, un desafío, dialogar con argumentos, un milagro.

En este contexto, la irrupción de la inteligencia artificial ha sido un fenómeno ambivalente. Por un lado, representa una herramienta potente para acceder al conocimiento, por otro, ha exacerbado la pereza intelectual. Muchos estudiantes acuden a estas tecnologías sin guía ni criterio, sin saber distinguir entre una fuente confiable y una manipulación disfrazada de información.

El problema no es la tecnología en sí, sino la falta de preparación para usarla. Muchos docentes no han sido formados para incorporar la inteligencia artificial de manera ética y pedagógica. Los alumnos, entonces, recurren a estas herramientas sin filtro, sin orientación, muchas veces reemplazando su propio proceso cognitivo por una respuesta automática.

Esto empobrece aún más el desarrollo del pensamiento crítico. Si el lenguaje ya era limitado, ahora también lo es la motivación para pensar. ¿Para qué leer, si una máquina puede resumir el texto? ¿Para qué escribir, si un algoritmo lo puede hacer por mí? ¿Para qué discutir, si puedo copiar una opinión y repetirla como propia?

Recuperar la riqueza del lenguaje no es tarea sólo de los docentes, es una responsabilidad colectiva: de padres, medios de comunicación, instituciones culturales, etc. La manera en que hablamos, escribimos y debatimos refleja la manera en que pensamos y, en última instancia, el tipo de sociedad que estamos construyendo.

No hay pensamiento crítico sin lenguaje; no hay ciudadanía sin comprensión; no hay educación verdadera sin palabras que desafíen, que provoquen e iluminen. La tecnología puede ayudar, pero no genera pensamiento autónomo. El saber no es instantáneo ni automático; se construye, se escribe, se discute.

La conclusión es clara: el futuro del pensamiento depende del presente del lenguaje. Si queremos jóvenes capaces de pensar, de decidir y de crear, tenemos que enseñarles a hablar, a leer y a escribir con rigor, profundidad y con pasión. Porque como decía Wittgenstein, los límites del lenguaje son también los límites del mundo. Y no queremos un mundo más pequeño, sino uno más libre.


Marcelo Miranda Loayza

Teólogo, escritor y educador


Artículo publicado originalmente en el matutino EL DIARIO 

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