EUTANASIA ÉTICA Y MORAL


Si el amor es, como el filósofo alemán Max Scheler señalaba, un acto espiritual que orienta hacia los valores positivos, su ausencia sólo puede conducir a la descomposición de estos valores. La apatía, el egoísmo y la indiferencia no nacen de la noche a la mañana; son síntomas de una cultura que ha olvidado amar en su sentido más profundo.

Bolivia, lamentablemente, parece ser un reflejo nítido de esta desorientación. La estructura social y política del país da señales claras de una enfermedad moral que va carcomiendo lentamente los cimientos éticos que toda nación necesita para mantenerse en pie.

Immanuel Kant, advertía que los principios morales no pueden nacer de percepciones individuales. Cuando el ser humano se cree capaz de dictar su propia moral sin referencias trascendentes, corre el riesgo de caer en un narcisismo destructivo que deforma la realidad.

En Bolivia, este riesgo ya es una realidad. Se ha instalado una narrativa ética construida no desde la divinidad ni desde el bien común, sino desde los intereses del poder político. Esto ha dado lugar a una justicia parcializada, manipulada y profundamente alejada de la verdad.

La institucionalidad está en crisis. El sistema judicial, lejos de ser un faro de imparcialidad, ha sido convertido en un instrumento de persecución o protección según convenga a quienes gobiernan. No se juzga con base en la ley, sino con base en lo útil para conservar el poder.

Lo más grave de este panorama no es sólo la corrupción institucional, sino la normalización de la misma. La población, resignada o temerosa, se ha ido alejando de la política partidista, del pensamiento y de la crítica razonada. El miedo ha sustituido al diálogo; la amenaza constante de persecución o descalificación ha silenciado voces disidentes, ha empobrecido el debate público y ha permitido que el autoritarismo avance disfrazado de legalidad.

En este escenario, el amor del que hablaba Scheler —ese amor desinteresado, que busca el bien del otro— ha sido reemplazado por un amor banal, más relacionado con la farándula y las apariencias que con la verdadera entrega y empatía.

Hannah Arendt, nos advirtió sobre la banalidad del mal: cómo personas comunes, sin maldad aparente, pueden convertirse en monstruos por seguir ciegamente normas sin cuestionar su moralidad. Bolivia se encuentra en peligro de caer en esta trampa.

El individualismo, fomentado por una ideología autorreferencial, ha vaciado de contenido a conceptos como justicia, bien común y solidaridad. El otro ya no es un prójimo, sino un obstáculo o un enemigo.

Esta erosión moral no se detiene en lo político. Penetra lo social, lo familiar, lo cotidiano. Es una eutanasia ética, una muerte silenciosa de los valores que deberían sostenernos como sociedad.

¿Qué nos queda si no podemos confiar en nuestras instituciones, ni en nuestros líderes, ni en nuestras propias nociones de lo correcto? Nos queda el amor, pero no cualquier amor, sino ese amor ágape que se sacrifica y se entrega.

No se trata de un romanticismo ingenuo, sino de una necesidad vital. Sólo desde el amor, entendido como valor ético y social, podemos comenzar a sanar nuestras heridas colectivas. Seguir por el camino actual, el del egoísmo institucionalizado y la ética distorsionada, nos lleva a la autodestrucción. No es una metáfora, es una realidad que ya estamos comenzando a vivir.

Es en este contexto, que vivimos en una sociedad con potenciales demonios, que banalizan el amor y la moral, convirtiendo a la justicia en un acto de circo y a la política en una letrina de excrementos. Debemos elegir el camino del amor pleno, la reconciliación y de la aceptación del otro como prójimo, de lo contrario, estaremos alineados a un camino sin retorno de autodestrucción como país y como sociedad.

Marcelo Miranda Loayza

Teólogo, escritor y educador


Artículo publicado originalmente en el matutino EL DIARIO 


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