¡CÓNCLAVE!


El mundo Cristiano Católico se encuentra ante un momento crucial: la elección de un nuevo sucesor de Pedro. El proceso en sí, revestido de siglos de tradición, es conocido. Lo que verdaderamente merece ser reflexionado es el camino que la Iglesia tomará a partir de esta elección.

La Iglesia Católica, con más de XXI siglos de historia, ha sabido sostenerse a través de innumerables crisis. La llegada de un nuevo Papa será apenas un capítulo más en esa vasta historia de triunfos y fracasos. No debemos olvidar que, aunque fundada por Cristo y por tanto santa, la Iglesia está compuesta por hombres, seres humanos falibles y pecadores. Esta doble naturaleza, divina y humana, ha acompañado a la Iglesia desde su fundación es por ello que cada elección papal reviste una importancia que supera al personaje mismo: es una oportunidad para reafirmarse en la Fe.

Hoy, los desafíos que enfrenta la Iglesia son particularmente agudos. No sólo se trata de temas internos, sino también del modo en que se relaciona con un mundo en constante transformación. ¿Debe adaptarse a las corrientes sociales contemporáneas o reafirmar su identidad más profunda?

Durante los últimos años, la apertura al mundo, impulsada por sectores progresistas dentro de la Iglesia, ha causado profundas divisiones. Mientras muchos celebraron esta postura como un signo de modernización y empatía, otros la vieron como una peligrosa dilución de lo sagrado.

Frente a esta situación, las expectativas ante el nuevo cónclave son inmensas. Para unos, la continuidad del rumbo progresista es deseable; para otros, el anhelo es un claro y decidido regreso a las raíces litúrgicas y doctrinales.

La cita del Cardenal, Joseph Ratzinger, resuena con fuerza: “en la historia de la Iglesia han existido Papas que, quizá, el Espíritu Santo no hubiese elegido de manera directa”. Este recordatorio nos invita a considerar que, en última instancia, los caminos humanos, aún en contextos sagrados, pueden desviarse, pues el Espíritu Santo no impone, invita.

Sin embargo, esto no debe llevarnos al pesimismo. La fuerza de la Iglesia no depende de la perfección de sus dirigentes, sino de la permanencia de Dios entre su pueblo. La misericordia divina sostiene lo que la fragilidad humana tiende a quebrar.

El cónclave, en su solemnidad y misterio, será entonces un espacio de encuentro entre lo humano y lo divino. Una oportunidad más para atestiguar la acción silenciosa, pero decisiva, del Espíritu de Dios.

La disyuntiva es clara: seguir abriéndose a las modas del mundo, alejándose quizás de lo trascendente, o reafirmarse en la liturgia, en la tradición, en esa Fe que ha atravesado los siglos.

Resulta legítimo preguntarse si esta nueva elección será el punto de inflexión que tantos esperan. ¿Veremos una Iglesia aún más volcada hacia los cambios sociopolíticos o una Iglesia que vuelva a refugiarse en la belleza de su herencia espiritual?

La predicción de Ratzinger sobre un futuro conformado por pequeños grupos de creyentes firmes cobra especial relevancia. Tal vez la Iglesia, como semilla, deba volver a ser pequeña para dar nuevos frutos. Una fe centrada en la liturgia, en los sacramentos, en la verdad eterna, parece más necesaria que nunca. No por nostalgia, sino por fidelidad a su misión esencial.

El nuevo Papa tendrá ante sí una tarea enorme. No bastará con gestos simpáticos o declaraciones resonantes: se necesitará una profunda visión espiritual y una firmeza doctrinal inquebrantable.

No es exagerado decir que de esta elección depende, en buena medida, la forma que tendrá la Iglesia en las próximas décadas. La fidelidad al Evangelio será la medida última del éxito o el fracaso.

Sea cual sea el elegido, los católicos estamos llamados a acompañarlo en oración, con espíritu crítico, pero también con esperanza. La Iglesia no es de los hombres: es de Dios.

El cónclave no sólo elige al Sumo Pontifice; señala el camino que la Iglesia decidirá recorrer, recordando siempre que no se elige al sucesor del último Papa, sino al sucesor de Pedro. Que ese camino esté iluminado por la sabiduría eterna y no por las luces fugaces del mundo.

Marcelo Miranda Loayza

Teólogo, escritor y educador




Artículo publicado originalmente en el matutino EL DIARIO 


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