ENTRE RAMOS Y ESPINAS


La Jerusalén del siglo I vivía la pascua de forma peculiar; la calidad de ciudad cosmopolita hacía que sus calles se encontrasen llenas de gente, no solo de fieles devotos, sino también de comerciantes que provenían de distintas partes del mundo. La Pascua de esta forma no solo era una festividad religiosa típicamente judía, también se constituía en todo un acontecimiento social y comercial.

La gente vendía y compraba las ofrendas requeridas para ofrecerlas al templo; también se comercializaban especias, telas, etc. Sumado a esto, la ciudad vivía en una fuerte tensión político-religiosa debido al férreo dominio que ejercía el Imperio Romano en toda la región. Jerusalén era una bomba de tiempo, tanto las autoridades religiosas (sanedrín) como el Procurador Romano (Pilatos) lo sabían muy bien, por esta razón la ciudad se militarizaba para la Pascua, situación que era vista como una grave ofensa por el pueblo judío.

Jesús conocía muy bien de esta convulsión y aún así decide ir a Jerusalén a pasar la Pascua. Obviamente, sus amigos más cercanos no entendían está decisión, pero aún así la aceptaron. Ellos veían en ese humilde carpintero de Nazaret a su Mesías prometido, es decir, ese Ungido de Dios que venía a liberarlos del yugo romano y del abuso de las clases religiosas.

Su entrada a Jerusalén no pasó para nada desapercibida. Entró por la denominada Puerta Oriental o Puerta Dorada, por la cual, según la tradición judía, debería entrar “El Mesías en Gloria”. La gente emocionada puso sus mantos y varias palmas para que fungiesen como alfombra; entre gritos de ¡hosannas! Jesús entró en Jerusalén provocando con esto la molestia del poder religioso y del gobernador romano.

Las personas que recibieron a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén si bien conocían de sus milagros y enseñanzas no eran realmente sus seguidores; en todo caso, estos pensaban que al entrar a la ciudad de esa manera tan frontal y provocadora era señal inequívoca de que él era el Mesías prometido que venía a liberarlos del yugo romano y del peso abrumador que la ley judía imponía a los más humildes.

Judas, amigo y apóstol de Jesús, decide traicionarlo a cambio de algunas monedas. Los evangelios presentan distintas explicaciones sobre este hecho. Juan describe a Judas como un ladrón ambicioso lo cual llevaría a pensar que fue el dinero la causa principal de su traición; mientras que Lucas señala que fue poseído por el Demonio y que fue este el que lo obligó a traicionarlo. En todo caso, Jesús es llevado a juicio: el mismo que es dado de forma sumamente extraña; fue realizado de noche, horario poco adecuado para un juzgamiento y encima no estaban todos los miembros del Sanedrín; lo que sigue es por demás conocido. Jesús es sentenciado a morir en la cruz como si se tratase de un criminal, nadie lo defendió, muy posiblemente porque el pueblo judío se sintió decepcionado, no podían creer que su Mesías este siendo flagelado, torturado y encima condenado a morir en la cruz. Ellos esperaban que el “Ungido de Dios” fuese un guerrero poderoso y no un condenado a muerte. De esta manera los hosannas se convirtieron en insultos, los mantos en espinas y las palmas en clavos.

Jesús en la cruz abrió las puertas de la muerte, paso por ellas y venció su dominio. La salvación, es por ello, sinónimo de humildad, sacrificio y entrega. La resurrección resulta ser el “culmen” del sacrificio divino, donde el silencio aparente de Dios se transforma en una hermosa sinfonía de amor.

Entre ramos y espinas Jesús nos salvó, su silencio salió airoso y su amor incondicional nos lavo de nuestras faltas. Su entrega fue total, no guardó nada para sí. Su victoria fue definitiva y es por esta razón que su Amor siempre tendrá la última palabra.

Marce Miranda Loayza
Teólogo y Bloguero


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